Relatos de cuarentena 3

Dia 9

Se levanta pronto, hace años que no puede dormir mucho, será la edad. Hace lo mismo que todos los días, para ella no ha cambiado nada, o casi nada. Solo hay una cosa que ha cambiado sin remedio, el miedo, el miedo a morir empezó al perder a su marido, compañero de fatigas siempre y acompañante constante sobre todo en los últimos días de su vida. Su muerte la puso en alerta, ya pasan los años y cada vez está más cerca. Pero por ahora se siente tan viva como siempre. Algunos achaques de la edad tiene, la artrosis no perdona y los huesos duelen a veces, sobre todo con la humedad. Pero a cierta edad dicen que si no te duele algo, es que estás muerta.
Limpia la casa, limpia sobre limpio porque apenas ensucia, claro viviendo sola, pero es la costumbre de los años, pasar la escoba, quitar el polvo, fregar el suelo… La rutina le da cierta tranquilidad, y tampoco se le ocurre qué más hacer durante el día.
Su hija la llama cada día, vive demasiado lejos para visitarla en estos momentos, ella tampoco la echa de menos, se hace uno rápido a la idea de lo prescindible qué es el ruido de los niños correteando por la casa, aprecia la tranquilidad. Cada vez que la llama le recuerda que no salga de casa, que si se pone mala tiene que llamar a este o aquel teléfono, ella los tiene todos apuntados.

Lo único que ha cambiado estos días es el silencio. Su balcón delantero da a la calle y su balcón trasero al patio de luces, en otros días más normales, salir al balcón delantero le transmite el trajín de una ciudad en movimiento, ruidosa, apestosa y muy movida, con la gente corriendo por encima de sus posibilidades. Con sus ojos de anciana que ya no tiene mucho que hacer mira al resto como si se hubieran vuelto locos. Pero de repente, des de hace 9 días, la cordura se ha apoderado de las calles. No hay nadie, los coches pasan en cuentagotas, y la gente que pasea al perro o va a comprar, lo hace despacio, pasean. No veía a nadie pasear des de que su marido volvía de su paseo diario con las manos entrelazadas a la espalda y la saludaba desde la calle, y no puede dejar de reconocer que esa calma tensa, le gusta.
Se hace unas alubias guisadas, le quedaran para mañana, cocinar para uno es muy complicado. Las come en silencio, hasta hace un par de días ponía las noticias, como ha hecho toda la vida, pero luego le quedaba un regusto amargo. Las noticias también van muy deprisa para ella. Prefiere escuchar la radio por la tarde, mientras se sienta en el sofá y hace una cabezadita, apenas 20 minutos, lo suficiente para recuperar fuerzas. Las tardes son largas, y sale al balcón, esta vez al de detrás, ahora más ruidoso que antes porque mucha gente aprovecha la tarde para estar en sus balcones, así ella se entretiene observando.
Una parte de ella piensa que tampoco es tan importante enfermar, incluso morir. A su edad ya se siente en tiempo de descuento, ha vivido todo lo que tenía que vivir, y si llega el momento tampoco se perderá tanto, solo una vieja menos y un número más en la estadística. Pero hay algo que empuja a vivir mientras tengas vida. Y el miedo a la muerte es algo inevitable. Decide seguir viviendo, seguir los consejos sanitarios y quedarse en casa. Lavarse las manos, le parece un consejo absurdo, algo que ella ha hecho toda la vida, antes de cocinar, antes de comer, antes de ir a dormir. Cada vez que sus hijos y nietos llegaban a casa les decía “lávate las manos” pero por las advertencias de la televisión parece que ya nadie se lava las manos al entrar en casa y ahora hay que lavarlas mil veces.
En el balcón llega la hora, y esa si que no se la va a perder, hay que aplaudir, a todos los médicos, enfermeras, celadores, … Que luchan en sus lugares de trabajo para que la gente muera lo menos posible, y se cure lo máximo posible. Ahí ve un buen motivo para seguir viva, aplaudir fuerte y emocionarse con sus vecinos, que sin salir de casa esperan ese momento de comunión en la que todos están de acuerdo.